Por Arsenio Jiménez, M.A.
El nuevo texto establece de manera más precisa los delitos de enriquecimiento ilícito, tráfico de influencias y desfalco, con sanciones más firmes y con menos margen para la ambigüedad jurídica. Con ello, la corrupción deja de considerarse un simple acto reprochable y se coloca en la misma categoría de los delitos graves que amenazan la estabilidad del Estado.
Sin embargo, la historia reciente demuestra que no basta con legislar. La efectividad del Código Penal dependerá de la independencia de los fiscales y jueces, así como de la voluntad política para garantizar que nadie esté por encima de la ley. Si la norma no se aplica de manera imparcial, corre el riesgo de convertirse en un texto decorativo.
La corrupción también se alimenta de la pasividad ciudadana. De poco servirá contar con un Código más robusto si la sociedad no exige rendición de cuentas ni denuncia los abusos de poder. El cambio real no lo produce la ley en sí misma, sino la presión social que obliga a aplicarla.
“El nuevo Código Penal abre una ventana de esperanza en la lucha contra la corrupción administrativa. Pero esta esperanza solo se materializará si la norma se aplica con firmeza, sin privilegios ni excepciones. De lo contrario, quedará como una promesa incumplida más en la memoria colectiva”.
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