Por Francis Váldez
Hoy me detengo un momento en el camino para mirar hacia atrás y honrar un día que marcó profundamente mi vida: mi investidura como abogado, hace ya 20 años.
Aquel día no solo recibí un título; recibí una responsabilidad, una vocación y un compromiso que, desde entonces, me ha acompañado en cada paso.
Han sido dos décadas de aprendizajes intensos, de retos que me han puesto a prueba como profesional y como persona. He enfrentado momentos difíciles, incluso amorfos, de esos que parecen no tener forma ni sentido al principio, pero que terminan esculpiendo carácter, temple y convicciones más firmes.
En este trayecto, he aprendido que ser abogado va mucho más allá del conocimiento de las leyes. Es resistir cuando el camino se torna incierto, es mantener la ética cuando es más fácil ceder, es escuchar cuando otros solo quieren imponer. Y también es saber cuándo hablar y cuándo callar.
Quiero agradecer profundamente la experiencia acumulada: cada persona que confió en mí, cada colega que compartió una reflexión, cada error que me enseñó humildad y cada acierto que me recordó que el trabajo bien hecho tiene su eco.
Hoy también me invade la nostalgia. Recuerdo con especial cariño a mis compañeros de universidad: aquellos con los que compartí largas jornadas de estudio, debates apasionados, sueños enormes y ese entusiasmo ingenuo de quien aún no ha pisado el terreno real de la justicia. Algunos de ellos se han convertido en amigos entrañables, otros tomaron caminos distintos, pero todos están presentes en mi memoria como parte esencial de esa etapa.
Este aniversario no es una meta, sino una estación. Una pausa para respirar, agradecer y seguir adelante con la misma convicción de aquel joven que un día se puso la toga por primera vez, con los ojos llenos de ideales y el corazón dispuesto a servir.
Por último como diría Carlos Gardel “ Es un soplo la vida, 20 años no es nada”.
